Subiendo a la barca, Jesús pasó a la otra orilla y vino a su ciudad. En esto le trajeron un paralítico postrado en una camilla. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: «¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados». Pero he aquí que algunos escribas dijeron para sí: «Este está blasfemando». Jesús, conociendo sus pensamientos, dijo: «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados —dice entonces al paralítico—: ‘Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’».
Él se levantó y se fue a su casa. Y al ver esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres.
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Cómo me gusta
y me interroga
verte siempre cerca
de los inculpados,
los parias de la tierra,
los deshonrados.
Para devolverles
el perdón de
la sinrazón
y el rescate
del juicio,
propio o ajeno,
que los condenó.
Cómo me gusta
y me interroga
verte siempre
del lado
de los que apuestan,
de los que no
dejan el sufrimiento
sin respuesta,
de los que nunca
tiran la toalla
ni consienten que
se ahogue la fe
de ningún ser humano.
Cómo me gusta
y me interroga
verte siempre
en pugna
con aquellos
que juzgan
y condenan,
confrontando
sus malas intenciones
y pérfidas creencias,
construidas
por sí mismos
en tu nombre.
(Seve Lázaro, sj)